“Lo que él realmente necesitaba era una botella de cerveza fría, con la etiqueta un poco mojada y esas gotas tan hermosas sobre la superficie del vaso”
Bukowski, “Vida de un vagabundo” (relato).
Se conoce la relación de muchos escritores con la cerveza, los libros y las mujeres. Y Charles Bukowski es uno de los más famosos en ese sentido. Amaba por igual la cerveza, los libros y a las mujeres; esta trinidad eran sus vicios. (Info sobre retailers de bebidas acá).
Y quizás esas pasiones sean el motivo del origen de su singular obra.
Los primeros años
Durante los primeros cuarenta años de su vida, la actividad sexual de Bukowski fue casi inexistente, o si se quiere, onanista. No salió con ninguna chica durante su época de estudiante en el instituto ni tampoco en la Universidad. Él estaba convencido de que era tan feo que jamás una mujer querría salir con él.
Durante la adolescencia y la juventud, Hank, como lo llamaban afectuosamente, fue un tipo alto, desgarbado y corpulento, propenso al aislamiento y a la timidez, con un carácter sumamente huraño.
Además, padecía un acné terrible. Su cara estaba agrietada por los granos, pero también la espalda, los hombros e incluso los párpados, lo que le provocó un complejo físico y lo convirtió en blanco de escarnio para sus compañeros de clase.
Según él ha contado, los profesores del instituto le pidieron que dejara de ir a clases por el asco que les daban sus granos. Sea cierto o no, es un dato elocuente sobre la construcción de la subjetividad de este escritor.
Si a esto le agregamos que la familia de Bukowski era inmigrante y que llegó a los Estados Unidos desde Alemania en los años de la Gran Depresión, que el padre le pegaba brutalmente a su hijo por cualquier motivo y que la madre consideraba que la mujer tenía que obedecer siempre al esposo, que este siempre tenía razón y que la función única de la mujer era la de llevar la casa y criar a los hijos, se entiende que Hank dejara por escrito lo siguiente: “Mi infancia no había sido fácil, así que el resto de mi vida no me sorprendió tanto”.
Parece que todas estas dificultades (el sentimiento de verse como un inadaptado, el rechazo de los compañeros de clase, la pobreza, las palizas del padre, la sumisión de la madre) acabaron por endurecerlo para todo lo que tendría que venir después: el alcohol, el vagabundeo, los trabajos miserables, las peleas callejeras, las mujeres locas, la adversidad y la subsistencia más primaria.
La cerveza
Bukowski empezó a tomar alcohol con regularidad cuando tenía 17 años, inducido por su amigo Baldy, hijo de un cirujano que había perdido la licencia por ser alcohólico. El padre de Baldy había dejado de beber por entonces, pero conservaba numerosos toneles de vino en la bodega.
En aquel sitio Baldy invitó a Hank a probar, le enseñó a poner la cabeza bajo la espita y a tomar como un cosaco. Al principio, no le gustó y le repugnó el olor agrio del vino, pero luego ya no hubo vuelta atrás: “Crecí, me expandí, medía casi cuatro metros, era un gigante. Y me sentía maravillosamente. Y la vida era estupenda, y yo era poderoso. Y eso fue todo. Estoy enganchado desde entonces”.
Bukowski tomaba casi todo lo que tuviera alcohol, aunque las dos bebidas principales en su vida fueron el vino y, sobre todo, la cerveza.
Empezó así a pasar largas temporadas sin ir a clase, gastando el tiempo en los bares, pero también en la biblioteca pública, donde descubrió a Sinclair Lewis, a D. H. Lawrence, de quien dice que leyó todos sus libros, a Sherwood Anderson, a John Dos Pasos y a Ernest Hemingway, que fue el escritor, junto con John Fante, que más le impresionó.
Pronto supo que quería dedicar su vida a la literatura, aunque había un problema: escribir exigía tiempo y requería de experiencias vitales de las que poder nutrirse. Esto compaginaba mal con el trabajo, contra el que se rebeló toda su vida.
De ahí le vino ese vagabundeo incansable de un bar a otro, de una ciudad a otra, sin más objetivo que vivir situaciones que le sirvieran de material para la escritura: personajes turbios, habitaciones sórdidas, estampas de ciudades, pueblos marginales, todo valía para alimentar el bagaje existencial.
Vivió a base de rebanadas de pan, de salchichas ahumadas y de manteca de maní.
Se cuenta que en una ocasión, después de estar cuatro días sin probar bocado, se dio el capricho de comprarse una bolsa de pochoclos. Estaban calientes, salados y grasientos, y él hacía tanto que no comía, que entró en estado de trance en mitad de la calle y se puso a gritar: “¡Gracias, gracias, gracias!”.
Además de la bebida, gastaba su dinero en en las carreras de caballos, donde apostaba fuerte y perdía con frecuencia.
Los libros
Un día de fines de 1969, Bukowski recibió una llamada de teléfono y alguien le dijo: “Mirá lo que se me ocurrió, Hank. Si dejás la oficina postal, te doy cien dólares mensuales toda la vida”.
Bukowski se quedó impresionado. Era John Martin, editor de Black Sparrow Press. Después de pensarlo durante algunos días, le devolvió la llamada y le respondió con un lacónico: “Trato hecho”.
Martin, que creía ciegamente en la genialidad de Bukowski, vendió su colección de primeras ediciones de H. D. Lawrence por 50.000 dólares y se comprometió con Hank, cual mecenas, de por vida.
Bukowski había ido publicando relatos y poemas que enviaba sin parar a cualquier revista o periódico de los Estados Unidos.
Sin embargo, lo que le había dado cierto reconocimiento en los últimos años había sido su columna semanal llamada “Escritos de un viejo indecente”, que publicaba en el Open City de Los Ángeles.
Entonces, libre de presiones y libre por fin de la esclavitud del trabajo, se dedicó a escribir su primera novela, Cartero, que acabó en veinte noches.
Y Hank llamó a Martin. Había pasado un mes desde la primera llamada. Bukowski le dijo: “Ya está, vení a buscarla”. La novela se vendió bastante bien y, con el paso del tiempo, llegó a convertirse en el libro más vendido de Black Sparrow Press.
Las mujeres
A los 50 años, Bukowski pudo dedicarse a escribir de lleno. Empezó a hacer lecturas en público, a conceder entrevistas (casi siempre a regañadientes; y recibía a los periodistas en pantalones cortos, con el torso desnudo y una botella de cerveza en la mano), y las mujeres empezaron a acosarlo.
A partir de aquel momento, su vida sexual fue irreprimible: chicas extranjeras que venían a adorarle, estudiantes de literatura que querían acostarse con él, poetisas de segunda fila, alcohólicas sin un céntimo en el bolsillo…
Todo valía para resarcirse de tantos años de abstinencia, y todo valía para escribir libros.
Él ha dicho que llegó a acostarse con tantas chicas que perdió la cuenta. De ahí nacieron títulos como Mujeres o La máquina de follar.
Luego vinieron el resto de sus libros: Factótum, La senda del perdedor, Hollywood, etc.
A primeros de 1993, le diagnosticaron leucemia. Pasó dos meses internado. Adelgazó y perdió agilidad, acabó encorvándose y se volvió de pronto un anciano rodeado de gatos.
Sin embargo, siguió bebiendo y escribiendo, hasta que el 9 de marzo de 1994, cuando, a los 73 años, murió víctima del cáncer. En su lápida quiso que se escribiera, junto a la figura de un boxeador en guardia, este epitafio: “Ni lo intentes”.